Un hombre que trabaja de construir ficciones. Un amigo de la timba y el whisky. Un tipo del pueblo con mucha suerte. Carlos Varela también es un relato y no reniega de eso. El abogado penalista que defendió a los Cantero, al Pillín Bracamonte, al Pimpi Camino y a algunos de los últimos ladrones legendarios, compartió su mesa con Apología y desmenuzó, entre habanos, cada uno de esos fragmentos que construyen su realidad.

 

Imágenes: David Gusftaffson

 

La cerradura eléctrica de la puerta se abre con un chillido. Subimos la escalera que nos deja en un vestíbulo luminoso, de techos altos. El estudio es una antigua casona, restaurada de manera tal que parece sacada de esas revistas de diseño de interiores. Predominan los blancos y los pasteles. Piso de madera. La secretaria es una señora morena de aspecto eficiente, pero contrariamente a lo que imaginábamos, no giramos la cabeza al verla pasar. Nos invita a tomar asiento en unos sillones modernos de color rojo. Uno de nosotros va al baño y vuelve con la noticia de que está adornado con cuadros de Gustav Klimt. Al rato se abre una puerta. Sale Carlos Varela seguido de un adolescente grandote.

—Él es Rufino, mi hijo —nos lo presenta. El chico nos saluda con un gesto de la cabeza y se pierde en el fondo del pasillo. Varela nos guía a la sala de reuniones. Mesa grande de madera, una araña de diseño híper-moderno, un sillón de terciopelo violeta, una pintura manierista que es como una ventana al Coliseo romano y el Arco de Constantino, un frigobar y una biblioteca de libros forrados en cuero verde, compuesta de autores tales como Homero, Dante, Shakespeare, Goethe, y tambien Borges, el cual Varela llama “el último escritor clásico”.

Nos ofrece café y no deja que la secretaria lo prepare, prefiere hacerlo él. Más tarde nos va a convidar agua y después Coca-Cola. Al final de la entrevista lamentará no haber compartido un whisky con nosotros.

Acomodado en la mesa, prende un habano José L. Piedra. Deja libre la silla de cabecera, adrede.

—Tu hijo se llama igual que el lugar donde naciste.

—Rufino fue nuestro lugar en el mundo. Mío, de mi viejo, de mis amigos también. Durante mucho tiempo. Después las cosas se fueron difuminando. Se fue perdiendo ese refugio.

Aquel santuario perdido es importante para Varela. Por ejemplo, habla de su viejo y se emociona. Lo define como “un laburante, de andar engrasado, peleándole a la vida. Un tipo que tenía sexto grado pero posgrado en todo”. También se conmueve al hablar de sus amigos, a quienes conoció de chico fumando los primeros cigarrillos en bares y billares, jugando al póker. Durante toda la charla Rufino irá apareciendo de manera solapada, como cuando agita su cigarro y habla de política, y también de manera expresa, como cuando ilustra un ejemplo con alguna metáfora timbera.

Aunque utilice mucho la segunda persona para hablar —acaso una estrategia de persuasión propia de su oficio—, sabe que siempre se habla desde el yo. Y en su caso, el yo no es cualquiera. Por eso se ataja:

—Por ahí hablo como el Viejo Vizcacha. No tengo nada seguro, realmente, pero el único punto para hablar de algún tema es hablar de mí. Y no porque sepa todo, si yo tuve mucha suerte…

—¿No hay falsa humildad ahí? ¿No es como dice el tango: “Al saber lo llaman suerte”?

—Creo mucho en la suerte. Eso me lo enseñó mi papá. Suponer que la suerte que uno tiene es talento es para mí un acto de soberbia que debería ser castigado por Dios. Aunque no soy religioso. A veces te pasan cosas y vos pensás por qué te pasan a vos y no a otro, cosas buenas y cosas malas, van unidas. La vida tormentosa va en paralelo con la suerte.

—¿Vos tenés una vida tormentosa?

—He tenido turbulencias pero tiene que ver con la avidez que uno tiene, sin dejar de lado la suerte, que te lleva a ganar un partido. Vos querés todo y lo querés ya. Y cuando digo querer todo, es querer todo. Y eso te lleva a hacer cagadas. El tema de las mujeres, por ejemplo. Pero es uno de tantos. Esa turbulencia es casi como una conditio sine qua non del tipo al que le va bien.

 

 

FICCIONES

—¿En qué momento dijiste: “Soy un abogado”? No por haber conseguido el título, sino porque te diste cuenta de que esto era lo tuyo.

—A poco de empezar. Por algún defecto o alguna virtud, trabajo siempre de noche. Estar a la madrugada con un café o un whisky, fumando buenos cigarrillos, haciendo una indagatoria o preparando algún recurso escrito, para mí era un placer. Era. Pero ya no.

—¿Por qué?

—Porque al cliente le importa tres pitos que vos juegues bien, quiere que ganes, que lo salves de estar en cana. Entonces vos podés decirle: “Mirá, hice un alegato de la puta madre, lo cité a Séneca, a Platón, hablé de Heidegger, hablé también de literatura clásica, hablé de Quevedo, hablé de Cervantes, hablé de Borges”. Y el cliente te va a preguntar: “¿Pero cómo salimos?”. “Vas a quedar en cana por ocho años”. Y entonces te va a decir: “Pero andá a la puta que te re parió”. Y al revés: presentaste un escrito de dos renglones pero conocés al juez o al fiscal y te dieron un arresto domiciliario, y vos para tu cliente sos Maradona y Gardel. A eso me refería. Hay como una resignación. Dejás de ser abogado para pasar a ser un operador político.

—¿Y a vos eso te hace disfrutar menos el laburo?

—Claramente. Disfrutás menos porque empiezan a jugar otras cosas que no son las reglas que vos estudiaste. Es como si un jugador se pone a jugar y en los últimos diez minutos el partido se suspende y la victoria la resuelven tres tipos que están sentados atrás. Ya no se trata de los conocimientos que vos tengas sobre la pirámide jurídica de Kelsen, sino de que saqués al cliente de la cárcel.

—Ya no pasa por la profundidad de un argumento, sino por el impacto que puede llegar a provocar en el juez.

—En el derecho penal el éxito es la antesala del fracaso profesional. Si vos avanzás y agarrás casos cada vez más grandes, hay un momento en que tropezás con el poder político. Y ahí, el Derecho desaparece. Lo ves vos como abogado y lo ve tu cliente.

—Por ejemplo, el Guille Cantero está con prisión preventiva desde hace cuatro años. Y eso es inconstitucional.

—Es algo sin precedentes. Sería preferible que las cuestiones de ilegalidad se combatan dentro de la legalidad. Puede ser un pensamiento infantil, pero estoy convencido de eso y por eso a veces tengo tanta desazón. Si el árbitro le permite a uno de los equipos agarrar la pelota con la mano a mitad del segundo tiempo… y, estamos en problemas. Tenés al gobernador que levanta el teléfono y le dice al juez: “Aunque corresponda que este tipo esté libre, que no se te vaya a ocurrir darle la libertad, porque hacemos un papelón a nivel nacional”. ¿Y el juez qué le va a decir?: “No, pero mire que el artículo 348522 y la ley 500 no sé cuanto y el fallo tanto…”. “Mirá, pelotudo”, te va a responder, “metete esos fallos en el ojete, y si vos llegás a dejarlos en libertad te meto una patada en el culo y te vas a tener que ir a laburar de abogado”. Así funciona. Sin exagerar.

—Y si es así, ¿hasta qué punto el sistema jurídico en su conjunto está capacitado para brindar justicia?

—La justicia es una ficción. Entiendo la pregunta, y la entiendo más de lo que ustedes creen. El Estado, cuando interviene penalmente, interviene cuando el hecho ya sucedió. Y lo que se necesita es ver si la conducta que se desplegó merece pena. Se tiene que reconstruir un hecho y eso va a ser siempre una ficción, nunca va a ser el hecho acontecido, la verdad real está vedada. Por eso, un proceso penal no puede supeditar el castigo a algo tan volátil como el clamor popular. Tiene que haber reglas preestablecidas que vos sepas de antemano. Si la gente después se queja porque esa regla preestablecida quedó fuera de tiempo, cambiala, pero no podés aplicar una sanción sobre reglas coyunturales de complacencia o consenso sobre una persona que tuvo una conducta que vos tenías permitida.

 

 

LA LEY ES LA TRAMPA

—Lo más difícil en una sociedad es reconocerle derechos a tipos que son execrables. Por ejemplo, si vos decís que todos sabemos quiénes son los genocidas… Sí, puede que todos lo sepamos, pero hay leyes, hay procedimientos para determinar su responsabilidad penal. Si no, del mismo modo pueden decir desde el otro lado: “Es un negrito de la villa, hagámoslo cagar, total…”. Y siempre así. Hasta que el negrito de la villa sos vos.

—Como dice esa frase de Bertolt Brecht: “Primero vinieron por los comunistas y no me preocupé, porque yo no era comunista…”.

—Exactamente. Es una gran frase, pero no es de Brecht, es de otro autor que ahora no me acuerdo, ya me va a salir. ¿Se entiende a lo que voy? La ley se tiene que respetar. Lo otro, el consenso, es para ganar votos.

—¿Puede haber un equilibrio entre la ley tallada en piedra y el clamor popular?

—¿Qué es el clamor popular? ¿La quema de las brujas de Salem? ¿Galileo Galilei que tuvo que desmentir que la tierra giraba alrededor del sol porque si no lo mataban?… Niemöller. Ahí está. Martin Niemöller, un pastor alemán, es el autor de esa frase genial que se atribuye a Brecht.

—¿Qué hay entonces entre lo que es legal y lo que se considera justo?

—Errores históricos. Desfasajes. Porque vos podés ser una basura o la ley ser una cagada, pero la ley es la ley. Y si la querés cambiar tenés que estudiar bien qué es lo que cambiás. Es peligrosísimo si no. Miren con todo este lío de la inseguridad y esos que piden mano dura. Los políticos quieren votos y retocan leyes a tontas y a locas y hacen cualquier cosa. Hay que putear a los legisladores. Que se pongan a trabajar.

—Hace poco un tipo nos dijo: “La gente siempre fue verduga”. Y lo vemos en todos los espectros ideológicos. Los que quieren que se castigue a los pibes que se chorean una cartera, los que quieren que se castigue a los corruptos, los que quieren que se castigue a los golpeadores de mujeres. Todos, todos y todas, piden mano dura.

—Sí. ¿Cómo limitás ese deseo morboso de condena entonces si no es con el Derecho? Porque en el momento en que lanzan una acusación sobre Juan o Pedro, la gente ya lo tiene como culpable. La acusación ya te transforma en sospechoso y culpable. En gran parte es culpa de los medios, que fogonean. Pero ojo igual. La gente compra ese discurso y dice: “Sí, hay que hacerlos mierda”. Pero hay un punto en que la gente frena.

—¿Cuál es ese punto?

—La violencia. Las personas comunes no son violentas. La violencia es rechazada por todos.

—Desde Caín y Abel hasta hoy, siempre fuimos violentos. Hoy por hoy, los linchamientos, por ejemplo…

—Sí, claro, hay una sensación que surge del estómago, que dice: “Hay que matarlos a todos”. Pero pasada esa reacción, la gente se calma. Nadie quiere matar a nadie. Vos lo ves en los linchamientos. Por un par de trompadas pueden aplaudir, pero si lo matás se ponen de punta. Es llamativo, pero la violencia es rechazada. Presten atención a esas pequeñas reacciones.

—Más allá de la cuestión de la legalidad, ¿no te parece que hay una incomprensión general de lo que lleva a alguien a hacerse delincuente?

—Yo creo que lo que lleva a la ilegalidad en sociedades como la nuestra es la falta de proyectos en los pibes. El Estado monopoliza la violencia, y en torno a ella vos suponés comportamientos dentro de la ley. Pero si vos tenés un pibe para el que estar preso o libre es lo mismo, estás criando una bomba atómica. La amenaza del castigo se la podés hacer a un tipo que tenga algo que perder. Alguien que está con la novia en una cama cómoda, tomando una cerveza, comiendo un asado con los amigos. Para alguien que no tiene nada que perder es lo mismo agarrar lo que no es de él que no hacerlo; incluso agarrar eso puede permitirle comer el asado, comprarse las zapatillas o conseguir la novia. Vos le podés decir al tipo: “Si lo tocás te voy a fusilar”. ¡Pero si ya está fusilado…!

—Entonces…

—Entonces si vos tenés esa sociedad, el futuro es negro. Lo primero es trabajo, educación. Y amor. Mucho amor, aunque suene tonto.

 

 

EL ÚLTIMO ROMÁNTICO

—El tipo que defiende a supuestos criminales es considerado criminal también. ¿Cómo lidiás con eso?

—La gente trata de identificarte con el cliente porque las cuestiones penales son a las que todo el mundo está expuesto permanentemente. Cosas horribles que pasan. Pero los abogados defendemos al sistema jurídico, no a Juan o Pedro. La razón de la demonización de los defensores tiene que ver con que se depositan en una persona tangible todas las broncas y las frustraciones. No somos ni tan buenos como puede tratar uno de hacer creer, ni tan malos como dicen. En definitiva, como los que estamos sentados en esta mesa, algunas veces somos Dios y otras el Diablo. Ni más ni menos que eso.

—¿Hay cierto romanticismo, una cosa quijotesca, en defender siempre a personas condenadas por la opinión pública?

—Yo sentía que había. Pero la droga mató todo. Yo cuando me recibo y empiezo a trabajar, lo hago con tipos que cometían delitos, sí, pero tipos con códigos. Había reglas. Iban a robar un banco, no una cartera. Yo los conocí y los defendí. A los últimos ladrones los defendí yo. Los de Ramallo, los del banco de Arroyito. Había un orden jerárquico en el mundo del hampa. La droga era mal vista.

—¿No había narcos?

—El que vendía drogas hace diez o quince años razonaba como un comerciante. En vez de vender encendedores vendía falopa. Pero no era un tipo violento. El que diga lo contrario, miente. Y era así al punto tal que para que le cuidaran la casa, contrataba a estos tipos que robaban bancos, que sí eran violentos, para que lo protegieran. Cuando empezaron los desarrollos de la tecnología, los bancos empezaron a ser muchísimo más difíciles de robar. Y ya no se manejaban tantos volúmenes de plata líquida. Si vos robás un blindado que sale de un casino, y te lo digo yo que soy abogado del City Center, podés robar dos o tres palos. Pero para robar ese blindado necesitás doce personas, tirar tiros, comerte una perpetua si matás a un policía, y además los guardias también te tiran a vos. Si sale todo bien, tenés dos palos a dividir entre doce. Son menos de doscientas lucas para cada uno. Salís un par de noches con chicas y whisky y se acabó la guita. ¿Saben cuánto se gana con la falopa por día? Entre veinticinco y treinta mil. Y con la cocaína la plata entra todos los días, no cada tanto, todos los días, más de la que podés gastar. Eso te permite comprar voluntades. Y organizar una estructura. Ese fue el problema que hubo en Rosario, un grupo de tipos que mutaron del delito violento al narcotráfico.

—¿Hubo un hecho por el cual vos te dijiste: “Esto se fue a la mierda”?

—No, fue en degradé. Los mismos tipos lo van advirtiendo de a poco. Antes le tenían desprecio absoluto a los que vendían droga.

—Decías que te codeaste con estos viejos ladrones…

—Sí. Una vez, a poco de haberme recibido, me toca defender a un tipo que se pelea con la policía a tiros. Lo metieron preso y le pegaron tanto, era tan evidente la tortura, que terminamos negociando la libertad a cambio de que no se denuncie a la Policía por apremios ilegales. Eso era en la Unidad Regional 3. Yo le voy a avisar al tipo que había conseguido la libertad, eran como las seis de la tarde. Y me dice: “Doctor, seguramente cuando yo salga de acá me van a esperar, porque me quieren chupar y robar toda la plata. Le pido por favor que espere y me acompañe cuando salga”. Y yo me quedo. Los tipos de la Penitenciaria me decían: “Vaya, doctor”. Y yo les decía que me iba a ir cuando saliera mi cliente. Pasaron varias horas, eran las once y media de la noche y los policías no podían darle la libertad después de las doce. Entonces lo largan. Y era verdad, lo estaban esperando en un Peugeot 504. Eran de la misma policía, bah, delincuentes. El tipo sale conmigo, se sube al auto y me dice: “Me tiene que llevar a un lado”. “Sí —le digo—, ¿a dónde?”. “A Buenos Aires”. Siempre me acuerdo de eso, de la cara del tipo y de la que debo haber puesto yo. Y salimos para Buenos Aires nomás. Iba cagado en las patas, pensé que nos seguían. Pero no pasó nada, y lo dejé en la entrada de Capital y volví. El tipo ese me trajo un montón de clientes después. Era un mundo más romántico.

—¿Tratás de seguir encontrando un rasgo de pasión en lo que hacés?

—Eso desapareció. Es una novia que se fue. Me tocan causas grandes, con repercusión, y me entretengo con eso. Son desafíos. Y siempre pasa que aparece una candidez reiterada, uno en un momento se olvida de todo lo que les estoy diciendo acá, uno se olvida de que las cosas van a ser de un solo modo y pelea como si fuera distinto. En esos momentos de candidez soy feliz.

—¿No te sentís expuesto a cierto peligro real?

—Sí, estás expuesto. Pero uno está blindado. No sos un NN, sos un tipo de cierto peso.

—¿Hay algún momento en el que podés dejar de ser el abogado?

—Cuando me junto con mis amigos, cuando jugamos a las cartas y te hacen burla por la panza, porque estás pelado o porque sos un boludo. Cuando somos chicos otra vez.

—¿Y en esta charla quién habló?

—Hablé como si estuviéramos en Rufino. En el fondo, lo que me pasa a mí es lo que le pasa a cualquiera. Navegamos a ciegas, nadie sabe si estamos haciendo bien las cosas. Queremos hacerlas bien y estamos en esa batalla. Y cuidar los afectos. Me pongo melancólico otra vez, pero es así. No funciona creer que porque un tipo es bueno en algo es bueno en todo. Mi ejemplo es el Diegote. Yo soy bueno como abogado, y después me equivoco en todo. No tengo la verdad, tengo tantas dudas como ustedes.