Desde hace treinta años, Martha Febré atraviesa la existencia en el kiosco de diarios de Buenos Aires y Cerrito. Desembarcó en esa esquina con quien entonces era su marido (un tipo violento al que nombra como La rata) y desde el 2011, tras separarse, se hizo cargo del negocio al tiempo que lo convirtió en una nave de locos, una trinchera ciudadana donde, además de ayudarse en las pequeñas cosas de la vida cotidiana, la gente del barrio puede hablar, dejarse ver, más allá de lo que permiten las convenciones.

El lugar funciona, también, como su base de operaciones artísticas: ahí escribe sus poemas, pinta, exhibe sus cuadros y recibe constantes visitas de personajes que, al igual que el staff de esta revista, se preguntan por esa otra cotidianidad que la rutina esconde.

 

Imágenes: Julián Alfano

 

Una hormiga paseaba desnuda.

Envidié su espontaneidad.

Un tren corría veloz por el cielo.

Una paloma hacía su nido en una nube.

Un niño rasuraba su cuaderno.

Una estrella de cine ahorcó su vanidad.

Un adicto asesinó su cigarrillo de marihuana.

Un día de estos hago un guiso de helechos.

(Poema que asoma del cuaderno que Martha lleva en sus manos cuando se hace esta nota, junio de 2018)

 

—Acá viene mucha gente a contar cosas, gente que pasa y que se siente sola. Y yo la escucho.

Son las once de la mañana de un frío martes de otoño y Martha, que apenas supera los sesenta años de edad, está sentada en la esquina derecha del kiosco. Es el lugar desde donde observa y dialoga con el mundo.

—Algunos familiares me reprochan que los clientes no son mis amigos. Y yo les digo que sí. El amor no solo es amar a tu pareja. También es amar al que pasa y al que necesita.

En su negocio hay unos pocos diarios del día y algunas revistas de moda, deportes y actualidad. Los exhibidores, casi en su totalidad, están ocupados por sus coloridos y alegres cuadros, donde el protagonismo lo tienen árboles, pájaros, flores y el misterioso rostro de una mujer que parece venir de los años sesenta.

Martha llega todos los días después de las nueve y se va cuando cae la noche. Del reparto que se hace a primera hora se encarga el hijo, que de madrugada recibe los periódicos y los lleva casa por casa.

***

—Buen día, Virginia. ¿Cómo anda la señora más culta de Rosario? —le dice a una señora ya mayor, cuyo aire evoca el de Victoria Ocampo en su última época.

—Me conformo con la cuadra nomás —contesta Virginia, riendo.

—¿Vos trabajaste en el Concejo Deliberante, ¿no? Te quería preguntar eso porque no me acordaba…

—Fui directora de la biblioteca del Concejo, hasta que el mismo Concejo la cerró. Somos la única ciudad cuyo Concejo Deliberante no tiene biblioteca. Una vergüenza —dice y se aleja, con un aire entre cariñoso y distinguido.

***

Hasta no hace mucho, una de las visitas frecuentes del kiosco era Isabel, una señora mayor que vivía a la vuelta junto a su hija. Martha escuchaba sus historias y en un momento empezó a notar que el maltrato que recibía su amiga por parte de la hija iba en aumento. Cuando advirtió que empezaba a tratarla de loca encendió la alarma:

—Le dije que se vaya, que salve su vida, que un día iba a amanecer en la clínica… y así fue.

Otra de sus amigas, dice, está ahora en una situación parecida, pero es su cuñada quien la quiere encerrar.

—De estas historias hay un montón, pero nadie quiere escucharlas.

La sensibilidad de Martha, sin dudas, es un radar de lo extraviado.

***

—Hola, Margarita.

—Hola, Martha. ¿Cómo andás? ¿Tenés el diario que te pedí? Si no, no importa…

—¿Cómo que no? Tomá, acá tenés La Nación.

Los diarios que “sobran” del día anterior los regala a distintos vecinos que no pueden comprarlos. Con Margarita comparte un afecto especial. Ella es quien le acerca agua caliente para el mate y le presta el baño. Suelen juntarse a comer asiduamente. Son amigas.

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Sin vueltas, Martha sitúa su origen artístico en una carta que su padre le encargó escribir a los Reyes Magos, cuando apenas tenía siete años. En verdad, en la desilusión que sintió cuando recibió la muñeca que había pedido. Recuerda que se puso a llorar y su padre, anonadado, le preguntó por qué. Ella le dijo entonces que lo que quería era alcanzar la luna. Y empezó a juntar cajones para hacer una torre.

—“La nena nació loquita”, le dijo muy preocupado mi papá a mi mama. Era en 1960 y todavía nadie había pisado la luna, así que imaginate.

Por aquel entonces vivía en la isla, donde se crió junto a cinco hermanos. Al morir ahogado su padre, unos años después, su madre decidió mudarse a la ciudad y contrajo nuevamente matrimonio. De aquella unión le nacieron cinco hermanos más.

—Los artistas son todos locos —concluye—. Bendita sea la locura. 

 

 

***

—Hola, Aidé. ¿Cómo te va? Sentate —saluda Martha a una señora flaca, de aspecto frágil, que se sienta y la escucha en silencio.

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Así como Martha ve a sus amigas mayores morir solitariamente entre familiares que solo quieren sacárselas de encima, observa con el mismo dolor a un sinfín de chicas y chicos de rumbo errante —muchos golpeados por la marginación y la precariedad— cuyo puerto de llegada es, invariablemente, el despiadado mundo de la calle.

Nombra a Germán, que vive en una plaza, tiene problemas con el alcohol y cada tanto se acerca a pedirle una mano; luego a Natalia, que anda con una banda que la hace patinar y se queda con lo que gana.

Finalmente habla de Lucas, a quien conoció de chico cuando los lunes se acercaba a pedirle los clasificados que habían sobrado para su madre (como el diario del domingo es caro, Martha guarda los clasificados que otros no quieren y se los da a quienes necesitan ver trabajos, alquileres y servicios).

Lucas era un chico abandonado, al que echaban de todas las escuelas. Vivía en el barrio y luego se mudó con su familia a Tablada. Al parecer se metió en una banda narco y le balearon la casa.

—Le había perdido el rastro. Pero ayer vino el tío a venderme medias y me contó que lo mataron.

“Hoy la noche tiene aliento de sol. / Rosario te llora. / Una tumba más sin rosas ni viento. / Tu amante se va.”, reza el poema que le escribió al enterarse de la noticia.

***

Aunque el barrio le brinda afecto y la hace suya, hay vecinos que quieren echarla. Una pareja que vive a metros de su kiosco la acusó de robar una bolsa de porlan que había dejado en la vereda; y un hombre que vive a la vuelta —el mismo que secó un árbol echándole veneno— le dio un balazo al kiosco. La policía, sin embargo, nunca tomó la denuncia. Cinco veces tuvo Martha que hacer arreglar la estructura de su local.

—Esta es una lucha —dice envalentonada—. ¿Porque no tenés un hombre que te defiende te van a basurear? No es así, hay que hacerse valer. Y yo lo hago.

***

En los cuadernos de la memoria guarda sus poemas, sus aforismos y sus apuntes. Mientras la mañana avanza y la ciudad sigue su rutina, ella explica:

—El viento teje memorias inenarrables en la libido acústica del tiempo.

***

—Gracias, Roque, siéntese un rato —le dice Martha a un muchacho que le acerca un paquete.

—Tengo que arreglar la moto porque me está volando la mente.

—Tome así le compra los repuestos —Martha estira la mano apretando unos billetes. Por cómo está vestido, Roque no parece estar en el mejor momento económico de su vida.

—Hace cuatro días que la compré y ayer no quiso arrancar, y bueno, no la puedo poner en marcha —dice Roque un poco aturdido.

—Si no, tírele agua bendita.

—Llevo comida para mis hijos, Miky y Roco.

—Ah, qué bueno, sáquele una foto al Roco y tráigamela, así lo veo. Amo a ese perrito.

***

—Me enamoré de un cura antes de separarme. Adentro del placard me ponía a llorar con las canciones de Luis Miguel —confiesa Martha.

El susodicho no era otro que el cura de la Iglesia San Cayetano, situada a escasos metros de su negocio. Martha lo veía intocable, no se terminaba de animar al romance y cuando se presentó la oportunidad la dejó pasar.

Llegó a escribirle un total de cuarenta cartas. Él nunca las contestó, pero aceptó todas. A veces se llegaba hasta el kiosco y le “pedía donaciones”. Entre otras publicaciones, se llevó un libro grande con la historia de Newell’s.

—Estaba tan enamorada que todas las semanas me compraba un trajecito para ir a la misa. Y yo creo en Dios, pero a la misa… voy poco.

“Algún día vas a dejar de hacer esto y vas a ser feliz”, le dijo Martha. Tuvo razón. El hombre dejó la investidura sacerdotal y abandonó el barrio para irse con una mujer con la que se venía viendo hacía un tiempo.

—No importa, las historias de amor no siempre terminan bien. No sé si fueron los chinos o los árabes que escribieron: “Lo que está escrito bajo las estrellas nadie lo podrá borrar”.

 


***

—¿Al destino lo buscamos o lo encontramos? —pregunta Aidé.

—Lo buscamos, pero a veces el masoquismo no te deja. Te dice: “Sufrí, dale, sufrí”.

—Pregunto porque me decían que la historia que tuve con mi marido estaba escrita, que tenía que ser, y yo digo: “Qué lástima, no tendría que haber sido”. Él ahora murió, y no es por desmerecerlo, pero no viví una vida linda. Lo bueno es que tuve cinco hijos divinos, ayer vino mi hija a comer a casa. ¿Uno busca las cosas o ya están escritas? Hay tanto misterio.

—No es misterio. Hay que amarse. Si uno no se ama, los demás no te valoran.

—Ah, sí, eso sí.

***

A la vuelta del kiosco hay un jardín que sirve el desayuno, el almuerzo y la merienda; y en donde se duerme la siesta. Es parte de la vida de todos los días que el barrio aloja y de la que Martha es testigo privilegiada:

—Hay unas nenas que son de Haití y, cuando salen, a eso de las cuatro y media, veo cómo los padres las golpean. Es algo que me duele mucho porque esa violencia la sufrí de chica. Pero la gente mira para otro lado… mira para otro lado.

***

—¡Hola, Marta!

—Hola, Juan Manuel. ¿Cómo te va?

—Todo bien. ¿Ayer la cuenta te dio bien?

— Pero, nene, por favor, ¿cuántos años hace que somos amigos?

—Y… unos quince años.

—Ah, bueno… ¿Querés sentarte?

—No, está bien, ya me tengo que ir en un ratito.

— Tenés que estudiar, sos joven.

—No me gusta. Lo odio. Hay gente que tiene paciencia, constancia. Yo no. Prefiero trabajar.

—Está bien. Hemos nacido y cada uno es arquitecto de su propio destino. Lo importante es ser buena persona. Vos sos buena persona. Juan Manuel: tu lectura. Acá tenés La Capital y Olé.

***

La rata —como Martha llama a su ex marido— era un tipo jodido. En los treinta y cuatro años que estuvieron casados siempre le mintió y la golpeó.

—Cuando pasan estas cosas tenés que separarte, no acostumbrarte: sufrís vos y tus hijos crecen en un ambiente horrendo.

En un momento, Martha dijo basta:

—Empecé taekwondo y le pegué un sopapo. ¡Qué lindo ese día! Fue histórico. Después de eso nunca más me tocó un pelo.

Tras la separación, cuenta, hubo momentos en los que no tuvo un mango. Incluso ahora vive con lo justo y a veces con menos. Todavía está en juicio por el reparto de bienes:

—La violencia la sufro hoy desde lo económico. ¿Cómo se llamaría mi vida? Una lucha. Pero sigo adelante. Nunca voy a abandonar los sueños.

***

—Fui hasta Pellegrini. Dice la abuela que después te paga el diario de hoy y el de mañana, porque se le fueron los pibes y la dejaron sin plata.

—Tome, Roque. ¿Usted me traería algo de comida de la rotisería?

—¿Tarta le pido?

—Sí, y cómprese una.

 

 

***

Desde que está en sus manos, el kiosco de diarios se convirtió en un club, una trinchera, un bar y un atajo; en una esquina de escucha y de pequeños favores entre vecinos, siempre necesarios y más ahora que las consecuencias del modelo macrista impactan en los tejidos sociales.

Como buena capitana de un barco náufrago, Martha siempre tiene algo para dar. Un plato de comida, unos pesos, algo de ropa. Algunos de sus familiares le advierten que así nunca va a tener plata; hasta el bolsón de alimentos que recibe lo destina a una señora que no tiene plata para comprarle cosas a su nieto.

Su explicación al respecto es simple:

—Me gusta ayudar.

Desde el año 1962 vive en el barrio y ve, con cierta desdicha, cómo muchas actitudes solidarias que había entre los vecinos se fueron diluyendo:

—Antes se charlaba más, nos prestábamos cosas, nos ayudábamos. Ahora la gente es muy individualista. Entiendo que tienen problemas, que no es fácil, pero siempre se puede pensar en el de al lado.

Al mismo tiempo, se entusiasma con las juventudes actuales y los nuevos códigos con los que se manejan, sobre todo en el amor:

 —Vos ibas con un chico a una plaza y te ponía el pañuelito blanco en el banco para que te sentaras, y después cuando te casabas te cagaba a palos. Y eso no va. Ahora todo es más espontáneo, me encanta la libertad que hay para expresarse y cumplir los sueños.

***

—Hola, Dani.

—Hola, Martha. Así que el sábado es feriado nacional…

—¿Saben una cosa?, Argentina gana el mundial.

—¿Vos todavía crees en los Reyes Magos?

—Siempre creí.

***

Todos los domingos por la mañana, dos hermanitos que van a pedir limosna a la Iglesia San Cayetano aprovechan los ratos libres que tienen mientras se da la misa y se acercan al kiosco. Martha los espera con hojas y crayones para que dibujen.

Llegan corriendo, la abrazan y le dan un beso. Le dicen abuela.

—Son chicos muy inteligentes. Los dibujos de la nena son violentos: hace rayas fuertes, colores feos… y claro, ella hace catarsis. ¿Y qué va a poner si su mundo es así? Pero el mundo puede y tiene que cambiar.

Ella se llama Teresa y él, Ian. Martha siempre les pregunta lo mismo: si les gustan los nombres que les pusieron los padres. Como Teresa le dice que no, una y otra vez le insiste en que se lo cambie.

—Hay algo que muchos no saben: yo me llamo Blanca y mi segundo nombre es Sirilla. Pero de adolescente me puse Martha, porque amaba a mi tía Martha, que murió. Lo mismo hice con mi apellido. ¿Cómo vas a tener un nombre que no te gusta?