Estamos frente al pórtico del cementerio “El Salvador”. Es enorme y en su imponencia se nos figura como un paso fronterizo. Será por eso que al ingresar entre las columnas faustuosas (este adjetivo no es accidental), nos invade una sensación de extranjería. El silencio es total; no se oyen los autos que hasta hace un instante aturdían la calle con su runrún… y ni las flores ni los pájaros que andan por ahí logran salvarnos de una sensación que es ahora certeza: estamos en otro lugar. 

 

Imágenes: Julián Alfano

 

“Qué iba a saber yo que mis manos

estaban hechas de nichos”

Boris Cerda Prémoli

 

Alpha

Jorge Vaccari tiene la voz picada, y se toca la visera de la gorra a manera de saludo. Llegamos a él gracias a uno de los guardias de seguridad, que al vernos pasear mirando con ojos curiosos se dio cuenta de que no veníamos a visitar ninguna tumba en particular.

—Si quieren saber sobre este lugar, busquen a Vaccari —nos indicó.

Y acá estamos, frente al panteón abandonado que sirve de vestuario a los trabajadores del cementerio. El viejo Vaccari es uno de ellos y junto a sus hijos se encarga de este sector, el más antiguo del lugar. Cuando le explicamos qué andamos haciendo sonríe, contento de poder hablar sobre un tema que, según nos dice, es casi tabú.

—Pienso que hay mucho miedo a la muerte. Morirse a nadie le gusta y por eso no agradan mucho estos lugares. Pero no son lugares malos. ¿Sabés qué es lo malo? El sufrimiento. Y acá en el cementerio hay tanta paz… que no entiendo cómo se puede sentir miedo.

 

Sobre la tradición

Los Vaccari son una familia que lleva cuatro generaciones en el fúnebre trabajo de construir y mantener los panteones de “El Salvador”. Todo empezó cuando el abuelo piamontés de Jorge vendió la quinta que tenía en las afueras de Rosario para poder comprar uno. Lo hizo siguiendo un deseo profundo:

—Los gringos, con todos nuestros defectos, queremos estar juntos. Como decían los Campanelli: “No hay nada más lindo que la familia unita”. Por ahí discutimos, nos peleamos y ni nos hablamos, pero después queremos estar todos juntos.

Por esas cosas de la vida, el padre de Jorge terminó trabajando en este mismo cementerio. De hecho, falleció de un bobazo acá adentro. Está enterrado a algunos metros de nosotros.

Jorge reflexiona sobre estos hechos, buscando alguna especie de significado. No lo encuentra, pero está seguro de que lo tiene. Lo que sí encuentra, en su inteligencia afilada por años de laburar en torno a uno de los misterios fundamentales de lo humano, es el porqué de los cementerios de este estilo, con sus gigantescos panteones y esculturas de mármol:

—Esto marcó una época. Y fue cosa de la tanada. Los gauchos nacieron en esta tierra, se sentían parte, por eso se enterraban en el suelo, ponían una cruz y listo, no necesitaban más, al morir volvían adonde pertenecían. Pero los que eran inmigrantes, y también sus hijos, no se sentían del todo de acá. Eran argentinos pero el terruño era Italia. Por eso se rodeaban de mármol italiano e hinchaban las pelotas para que esté toda la familia descansando junta. El cementerio era una forma de sentirse más ligados.

 —¿Más ligados a qué?

—A la vida. Pero ¿vos te imaginás a la gente de ahora haciendo panteones como los de antes? Prefieren no gastar en eso, no tienen esa conciencia. O esa necesidad, mejor dicho. El ritmo de hoy te marca otros tiempos y las creencias cambian. Un panteón lo tenés que mantener, tenés que ir a visitar al difunto. Es todo un tema. Ahora cremás el cuerpo y esparcís las cenizas en un lugar lindo y por ahí eso te basta. Creo que las costumbres se vuelven antiguas porque no encajan con las cuestiones cotidianas. No sé si es bueno o malo, pero hay ciertas cosas que deberíamos conservar, y no solo en este tema. Por nuestro bien, digo, si no somos siempre inmigrantes, desagradecidos, sin sentirnos de ningún lugar.

 

 

Los huesos de la historia

Al cabo de un rato Vaccari se despide; tiene que atenderle el teléfono a un cliente. Nos ponemos a andar entre los panteones y los nichos. Miramos las tumbas, tratamos de no asustarnos cuando escuchamos un crujido a nuestras espaldas, admiramos las estatuas e inventamos historias en torno a los nombres y las fechas. Y en eso, recordamos una reflexión que leímos en un blog: “Andar por los cementerios parece tétrico, pero es muy importante. Es una parte detenida de la historia de un pueblo. Hoy por hoy todos los lugares son móviles: el correo, la escuela, la iglesia, el banco, hasta la casa de gobierno se pueden trasladar, pero un cementerio no. Siempre queda ahí, contando lo que ese pueblo tiene para decir”.

 

Y vendrán las flores

—Se dejan flores por respeto —nos dice Nerea. La piba atiende un puesto contiguo a la entrada de Avenida Francia, donde nos llevaron nuestros pasos casi sin que nos demos cuenta.

Después de quejarse de lo cansador de su trabajo —doce horas por día y solo un franco semanal—, acepta el reto de pensar por qué se dejan flores en las tumbas. Es la única de todos los floristas que admite haberse hecho preguntas sobre el asunto.

—Es un gesto que uno hace para demostrar que sigue sintiendo amor por la persona fallecida. Implica una presencia el tener que ir seguido a cambiarlas, por eso creo que el que lleva flores artificiales es porque se quiere olvidar del muerto. Para eso mejor no llevar nada. La flor es un símbolo de lo lindo y también de lo que se marchita.

 

La boca es una tumba

Nerea ya entró en confianza y nos cuenta una anécdota:

—Una vez vino un hombre que lloraba, y nosotros ya estamos acostumbrados a consolar a la gente, entonces lo escuchamos. “Estoy mal, murió hace un mes mi mujer”. “¿Y cómo falleció su señora?”, le decimos. “Y… estábamos haciendo el amor y de repente no respiró más”. Y mi mamá, sin darse cuenta, le largó: “Por lo menos murió feliz”. El hombre se quedó mirando, se enojó y se fue. Fue una metida de pata bárbara. A veces querés ser simpático y la arruinás. No es que hubo mala leche, si murió después de ese acto hermoso, es verdad que murió feliz en serio. A menos que la haya estado pasando tan mal que… ¿Ves? Otra metida de pata, es re complicado no errarle cuando hablás del tema.

¿Y cómo no errarle? ¿Cómo poner palabras a lo que está hecho de silencio? Con esto en la cabeza, empapados por la llovizna y por una melancolía indescifrable, nos tomamos el 123. Llegamos a la “La Piedad” casi al mediodía.

Entramos al negocio de Pedro, que ofrece flores y placas para las tumbas. Él le dio otra vuelta de tuerca al asunto:

—Somos bastante psicólogos de los clientes, y está un poco mal capaz lo que voy a decir, pero es que este trabajo te endurece mucho. Al familiar que está hablando se le caen las lágrimas si te cuenta sobre el muerto, y a vos ya no te importa, ni lo escuchás. Te volvés sordo, sordo al dolor. Eso es terrible.

Parece preocupado cuando nos despedimos, pero no dice nada más. Al llegar a la puerta del cementerio, vemos a unos sepultureros que ranchean y fuman a la espera de un “servicio”. Nos acercamos.

—Este trabajo es un calvario. Trabajar con el silencio me mata —sentencia Martín—. Pienso, pienso y pienso sobre lo lindo y lo feo de la vida. Rebobino mucho y por ahí no está tan copado, te vuela la cabeza.

En cambio, Germán se lo toma de otra forma:

—A mí no me jode el silencio. Es más, me tranquiliza. Es el olor lo que me mata. El primer día, me pareció que no lo iba a poder soportar. Ahora ya me acostumbré al olor, es una cosa rara, pero ya está.

 

 

Pibes de la ciudad sin calma

En todos sus años como sepultureros nunca vieron fantasmas. Y sin embargo, después de enterrar a alguien que partió antes de tiempo, suelen tener malos sueños. Martín lo explica de esta forma:

—Vos lo naturalizás al trabajo, porque de a poco, gracias a la ayuda de los compañeros, te adaptás. Por ejemplo, no me acuerdo del primer entierro que hice. Mirá qué loco, sé la fecha, fue el 1º de septiembre del 2012, pero no me acuerdo a quién sepulté. Y así y todo, cuando entierro a un nene o a alguien joven, me sigo sintiendo mal.

En “La Piedad” está lleno de tumbas de pibes, túmulos de tierra donde descansan los restos de los wachos muertos recientemente en accidentes o enfrentamientos. En las parcelas gratuitas que otorga la Municipalidad pueden verse fotos, pintadas de Central y Ñuls, inscripciones, efigies de la Virgen y el Gauchito Gil, juguetes y chucherías que dan cuenta de la masacre en cuentagotas que sufre Rosario.

Cuando hay entierros de este tipo, acostumbrados al silencio o al llanto ahogado de los deudos de las personas mayores, los sepultureros se desconciertan un poco.

—Son ritos curiosos —cuenta Germán—. El cortejo de motos de los amigos que van tirando cortes. La música sonando con toda. El bautismo que le hacen a la tumba, tirándole vino y cerveza. Es distinto a los entierros normales de gente grande. Y por ahí, si es gente de mal vivir, entre comillas, tiran tiros al aire, viene la policía y custodia, los familiares te putean si ven que bajás muy rápido el cajón, y uno se pone nervioso.

—Es feo tener que enterrar a alguien que no tenía que morir —agrega Martín, que nos pide un cigarrillo mientras se frota las palmas contra el pantalón, como quien se limpia tierra que se quedó pegada a las manos.

 

Omega

Hilario es también sepulturero y hace más de veinte años que trabaja en “La Piedad”. Lo encontramos poéticamente sentado entre unos nichos de portland que se derrumban lentamente. Tiene el bigote amarillo de nicotina y los ojos profundos. Es difícil hacerlo responder algo más que , no y no sé. Sin embargo, antes de que nos vayamos, nos dice que tiene una reflexión que bien nos puede servir de final para la nota:

—Hay quien dice que el que se murió se jodió. Vos ves gente que se quiere desligar. Otros no, eso hay que decirlo, hay gente que todavía recuerda a sus muertos. Y eso es muy importante, porque la muerte solo llega cuando llega el olvido.

 

 

 

 

 

MEMORABILIA 

Testimonios funebreros recogidos en la ciudad

 

Otros. Ariel. 22 años.

Hace unos años estábamos con los pibes en “El Salvador”, fuimos al entierro de un familiar de un amigo. Cuando terminó nos fumamos un churrito y nos pusimos a pasear entre las tumbas. Me acuerdo de que a mí me llamó la atención la de una nenita de seis años. Estaba la foto de la nena, era hermosa, y me dio una pena bárbara, me entró una tristeza acá en el pecho que no te explico. Cuestión que se nos acerca una mina a hablarnos y yo pensé que era porque hablábamos a los gritos y ella venía a pedirnos silencio. Pero no, la mina nos preguntó qué hacíamos. Pepe le dijo que habíamos ido al entierro de mi abuela, entonces la mina cambió la expresión y se empezó a reír; nosotros no entendíamos nada. “¿Qué? ¿Qué pasa?”, dice Pepe. “Nada, ¿pero no saben ustedes?”, dice. “¿Qué cosa”, decimos. “Que cuando se viene a despedir a un difunto, no hay que visitar las tumbas de los otros muertos, ¡porque entonces ellos se llevan a otro vivo!”. Y siguió riéndose la hija de puta, así corte bruja de película, y en eso me avivo de que detrás de la mina había una nena. Y no sé si era igual a la nena de la tumba que yo había visto, pero era muy parecida, o capaz era que yo estaba muy fumado, imaginate el cagazo. ¡Encima también se reía! Yo empecé a gritar, empezamos a gritar todos, y nos fuimos corriendo.

 

Perversidad. Omar. 53 años.

¿Cementerios? Olvidate. Yo era muy pibe, y nos saltábamos el tapial del cementerio de Gálvez a la noche, para joder. Ya estoy grande para esos trotes. Pero te puedo decir que nunca vi cosas tan horribles como en ese lugar. No, fantasmas no. Peor. Gente viva, haciendo cosas… No sé ahora cómo será, pero hace unos años mucha gente iba ahí a la noche. El Adversario le hace hacer cosas terribles a la gente. No solo necrofilia. Brujería también. No podría ni tampoco quiero explicártelo mejor. Las perversidades que vimos ahí no tienen nombre.

 

Necrópolis. Octavia. 45 años.

Los cementerios presentan una dinámica arquitectónica propia, como si fuesen ciudades independientes. Y al mismo tiempo, respetan ciertas pautas de trazado urbano intrínsecas a la ciudad de afuera. Tienen calles y tienen barrios, cada uno con sus propias características, y eso hasta en los nombres y fechas lo notás. En los nichos lo ves: de los construidos durante los 70 y 80 hay algunos que son como fonavis, y otros que son como los edificios del microcentro, dependiendo de la clase social de los que fueron enterrados ahí. También notás diferencias de época, los panteones y tumbas más viejos tienen un montón de ornamentos, esculturas, relieves, y los más nuevos nada, son lisos, generalmente de un solo color, y ni siquiera están hechos de mármol. Y si ponen algún símbolo, algún adorno, es solo estética la búsqueda. Antes, un ángel con una espada apuntando al suelo quería decir que el fallecido era un guerrero que no iba a poder seguir peleando. Hoy nadie entiende nada, se ponen cosas porque quedan lindas si es que se ponen… A mí me fascina pasear por los nichos antiguos. Como casi nadie los visita el polvo se pega a los relieves de las placas, y resaltan la sensación de profundidad de los detalles, es como ver las imágenes con anteojos 3D.

 

Biblioteca. Rodrigo. 39 años.

Tengo un amigo que viene de una familia de mucha guita que tiene un panteón hermoso en “La Piedad”. Una vez me lo mostró y quedé enamorado del lugar. Le pedí que me diera una llave, y lo hizo pero después de que le prometiera varias veces que no iba a hacer nada raro, porque medio que se comió cualquier viaje. Acá la tengo, ¿ves? Cuando consigo algún buen libro y quiero leerlo sin que nadie me rompa los huevos, cazo el equipo de mate, un par de atados de cigarrillos, dejo el celular en casa y tomo el 120 hasta el cementerio. Es el mejor lugar del mundo para leer y poder pensar en paz.