No es que aparecen cuando se los busca. Están ahí y de golpe los estás aguantando. En un bar, en un parque o en una esquina, buscan tan solo ser escuchados; una compañía circunstancial que les sirva de refugio ante la salvaje indiferencia cotidiana, una puerta en un mundo que es sordo y que es mudo.

 

1. Hacerse la película.

 

“No pensar ni equivocado

¡para qué, si igual se vive!

¡Y además corrés el riesgo

de que te bauticen gil!”

Francisco Gorrindo

 

Atardece; en larga agonía, el sol da manotazos naranjas sobre el cielo. Acá abajo es viernes, la gente apura el paso con la cabeza perdida en los planes de mañana y la mesa del bar es el último dique que frena la vida que se escurre.

Que no confunda a los lectores el párrafo anterior. Esto no tiene nada de heroico. Es lo que es: tres idiotas contemplando un río de idiotas. En de repente, tras un gesto de un director invisible, uno de los tres empieza a hablar. Comienza el film.

La escenografía es la vereda de un bar clásico de barrio Hospitales. Hay tres personajes. El protagonista se llama Alexis. Es joven, moreno y con la cara un poco picada de acné. Luce relajado. Los otros dos son secundarios, y nunca los vemos de frente. Solo se limitan a darle pie al personaje principal.

Vestuario de este actor: zapatillas caras, vaquero de marca, campera Doite de esas de nylon re cheto. De utilería hay una mesa, tres sillas, un porrón casi vacío, un vaso de whisky, atados de cigarrillos. Hay un solo extra, el mozo.

—Estoy cansado de los cachivaches —dice Alexis. Sacude con desdén el whisky, haciendo sonar los hielos contra el vaso (todo en esta película es horrorosamente cursi) y, tras sonreír, sigue hablando—. Yo me senté en esta mesa porque me pareció que ustedes son gente bien.

—¿Cómo sería eso?

—Gente bien. Ustedes entienden —dando por sentada cierta complicidad con sus interlocutores, vuelve a sonreír—. Estoy cansado de los cachivaches de en serio. Esos vienen y son capaces de tocarte el timbre a las tres de la mañana para que le vendás un gramo, y encima te piden descuento. Con esos no se puede. Son un desastre.

Acá el guionista nos dice que está faltando detallar algo fundamental. Cierta manera de Alexis de comenzar las frases, haciendo algunos gestos que indicarían características íntimas del personaje, tan íntimas que ni él mismo las conoce. Una tristeza atroz que todavía le conmueve el alma, o un rencor que no puede pronunciar. Algo de eso seguro hay. Pero escuetamente le explicamos al guionista que eso no nos importa. No somos escritores, sino espectadores. Sigamos.

—Mi padrastro siempre me explicó: “Vos no le podés vender a los cachivaches. Nosotros laburamos con gente bien”.

—¿Qué gente?

—De Funes, de Baigorria. Los otros días hicimos cincuenta lucas. En una noche, cincuenta lucas. Eso porque trabajamos con gente bien.

—¿Cómo trabajan?

—La hacemos bien. Yo no te voy a vender nada después de las ocho, nueve de la noche. No, tenés que pedirla antes. La gente bien sabe con tiempo cuándo va a drogarse. Los fines de semana te llaman a las cinco, seis de la tarde, y la pasan a buscar…. Y vos sabés que te van a pagar bien, sin chistar ni pedirte más. Cincuenta lucas cobré la otra vez. Era para una fiesta en una casa de fin de semana. Y cuando se las llevé a mi padrastro, me dio mil: “Tomá, te lo ganaste”. Una luca así de una. Así todos los días, mínimo me da quinientos pesos: “Tomá, no podés salir sin plata”.

Se interrumpe porque llega el mozo. Los que están de espaldas habían pedido hacía un rato la cuenta.

—¿Cuánto es?

—Lo de ustedes, ciento veinte pesos —dice el mozo, y se dirige a Alexis—. Tu whisky, veinte pesos.

El muchacho saca un billete con la cara de Sarmiento.

—Termino este y traeme otro.

El mozo asiente. Se hace un silencio mientras retira el porrón vacío.

—¿Veinte pesos un whisky? —preguntan cuando el mozo se hubo retirado.

—Sí —se limita a responder el otro con cierto misterio.

Silencio nuevamente. Ruido ambiente: autos, bocinazos, murmullo de la gente que pasa caminando.

—¿Qué sería un cachivache? —se anima a volver a mencionar uno de los personajes secundarios.

—Lo que yo era antes… Ustedes me entienden. Gorrita, camisetas de fútbol. Esos que se las dan de que están en la pesada y son puro cartel. Yo antes era así, pero mi padrastro me agarró y me rescató. No se puede vivir así, te para la cana, te miran mal en todos lados, te toman de boludo…

—¿Por qué pensás que es así?

—Porque esta es una ciudad de caretas, y porque también los cachivaches se zarpan. No tienen límites. Decí que mi padrastro me rescató.

—¿Cómo fue que te rescató?

—Mi vieja y yo estábamos solos desde que yo me acuerdo. Hasta que llegó él y nos ayudó. A mí me enseñó todo lo que sé. Me enseña el trabajo, me canta la justa.

—¿Y cómo es tu padrastro?

—De fierro. De fierro es. Siempre me da plata, me cuida, me aconseja. Él no toma bebidas blancas como yo porque se quiebra.

Pero se toma ocho cervezas por día. Yo lo acompaño y me tomo un par, pero si puedo prefiero el whisky. Me hace sentir mejor tomar whisky, no sé por qué. Va mejor con la merca. Ahora estoy tomando y nadie se da cuenta, porque el whisky te baja y la merca que tengo te sube, pero bien, no te deja trabado o mogólico. Te hace querer conversar, pasar un buen rato.

—¿Es buena?

—Sí. Nosotros vendemos la mejor. Ya te dije, nada de cachivacheos. Lo mejor para la mejor gente. ¿Quieren probar?

—Bueno.

Alexis saca una bolsita y la pone arriba de la mesa. Luego se cruza de brazos, desafiante.

—Prueben.

Los otros dos dudan. Se miran y niegan con la cabeza.

—No, acá no, estamos en medio de la calle.

El muchacho pega un grito de alegría:

—¡Ahí está!

—¿Qué?

—¿No ven que nunca me equivoco? La gente bien nunca toma apenas le ofrecés. Para tomar se va al baño, o se esconde un poco. Los otros están orgullosos de ser drogadictos. No entienden nada, les ofrecés probar y enseguida te nariguetean toda la bolsita. Mi padrastro me enseñó que a esa gente no hay que venderle, porque traen problemas. Si ustedes llegaban a tomar acá mismo, yo me levantaba, les daba la mano y me iba.

—¿No te parece que es más sentido común que otra cosa no tomar en medio de una calle llena de gente?

—No. ¿Sentido común? Eso no existe. Esto es la selva. No hay sentido común. No hay nada. Hay cachivaches, hay gente bien y estamos nosotros, los que entendemos cómo es la cosa y nos vamos manejando. Yo por suerte me manejo. Mi padrastro me enseñó. Yo sé que no soy gente bien, pero me sé manejar para que no me tomen por cachivache. No es que sea algo que lo piense, ahora ya me sale así, aprendí bien. Antes andaba todo croto, mangueando, rompiendo las pelotas, era un desastre; ahora me gusta usar lindas pilchas, tomar whisky, venir a bares como este, estar tranquilo…

Dice estas últimas palabras sorbiendo lo que queda en su vaso. Al dejarlo sobre la mesa, los hielos tintinean como una campana. Suficiente señal para que el mozo se acerque presto con la botella de Johnnie Walker en la mano.

La noche destila arrogancia en el alambique del alumbrado público y la refleja un segundo en un charco de la vereda.

Tras llenar el vaso, el mozo se retira y todo se vuelve lento de repente. Los gestos de Alexis son lo único que sigue moviéndose a la velocidad del vértigo, mientras habla, habla y habla sin parar. La cámara se retira suavemente, abriendo el plano.

Se encienden las luces de la sala, mientras en la pantalla corren los títulos, y la gente comienza a salir del cine hacia la calle como un río se confunde con la mar.

 

 

 

2. El camaleón

 

“Tanta es su soledad que el olvido se toca”.

Raúl González Tuñón

 

“No sabés lo que me pasó”, me dijo Fede, cambiando de tema. Y apurando el vaso, comenzó su relato.

“Mi tío es un personajón. Viajó por varios lados y siempre se va haciendo amigo de la gente con la que comparte hostel. Resulta que en Ecuador se hizo amigo de un alemán, típico rasta rubio, que cada tanto viene a Argentina. Yo lo conocí una vez en un asado. Era un boludo bárbaro el alemán, todo el día enchufadito al celular, escribiendo en un blog de viajes, pero también, pobre, era buena onda, tocaba percusiones, qué sé yo… Se ve que el loco, el alemán este, la última vez que estuvo acá escuchó una banda de cumbia que lo flasheó, y no sé cómo pegó el contacto con los tipos y les mandó un mail para comprarle unos discos, para regalar o algo así. Bueno, resulta que también me mandó un mail a mí, preguntándome si le podía hacer la segunda, buscar los discos y mandárselos por correo. Me pasó el teléfono del cantante; hablé y quedé en encontrarme en San Martín y Gaboto, que me quedaba al toque de mi casa. Así que estaba en la esquina, paradito como un boludo mirando a la gente, porque lo único que sabía del tipo este de la banda de cumbia era que se llamaba Luis. Había un par de personas paradas también, pero no sabía cuál podía ser… En eso veo que un tipo me mira así de costado, y me acerco y le pregunto:

—¿Vos sos Luis?

Era un tipo de, ponele, cuarenta años, de chombita, medio canoso. Me miró como diciendo: ‘¿Qué carajo decís?’. Yo no tenía ni idea si era, me parecía que no tenía pinta de cumbiero, pero qué sé yo, podía serlo. Como el tipo se quedó callado, decidí que no era.

—Nada, no importa… —le digo y me doy media vuelta.

—No, esperá, soy Luis —dice y veo que se me queda mirando raro.

—¿Tenés los discos?

—Claro que los tengo. Ahora te los doy. Vamos a tomar un café y hablamos un rato.

Yo me quería ir a la mierda, tenía que entregar un laburo esa tarde, así que le dije que no, que me tenía que ir, y el loco:

—Dale, vamos a tomar un café. O te invito a comer, vení. —Y encara para la Lido que está ahí a media cuadra.

Lo sigo con cara de culo, trato de insistir en que no, en que me dé los discos así me puedo ir, pero el tipo ni bola: se sienta en una mesa y pide dos cafés.

—Dale, sentate —me insiste, porque yo me había quedado parado al lado de la mesa—. ¿Querés comer algo? —me pregunta, y no le alcanzo a contestar porque de un bolso saca un libro de no sé dónde y empieza a pasar las páginas así bien rápido—. Este libro es lo mejor que te puede pasar. Es increíble.

No sabés cómo se puso, le brillaban los ojos y me decía que el libro le había cambiado la vida y que tenía que leerlo. Yo lo miraba y no sabía bien qué le pasaba, ni me acuerdo de sobre qué carajo era el libro. Me acuerdo de que pensaba que el tipo parecía normal, tenía el estuche del celular agarrado del cinto, jean arregladito. Una alianza de casado me acuerdo de que le vi puesta, y unos anillos más. Ya me la estaba quemando, así que le digo:

—Me tengo que ir, ¿me das los discos? —y como que primero no entiende. Se lo repito.

—Ah, sí, sí, los discos.

Saca una carpeta de esas de folios que tenía discos adentro. Los saca y los pone en la mesa.

—Tenés estos —señala, ¡y eran discos truchos de porno! Con fotos mal fotocopiadas de minas en bolas—. Y si no, estos otros —y señala otros con tipos musculosos también en bolas.

Yo no entendía nada. Me reí un poco.

—¿Quién sos, flaco? Vos no sos Luis.

—Sí que soy Luis. Acá tengo los discos, mirá —y los volvía a señalar.

—Estás re loco —le digo y me alejo.

Él se para y me agarra del brazo.

—No, pará. No te vayas. Soy Luis —puso cara de triste, así haciendo pucherito—. Vení que te invito a comer.

Me suelto y empiezo a caminar para el lado de Gaboto, y ahí veo a un tipo grandote, con campera de Central y los pelos largos, que tenía varios discos en la mano.

—¿Vos sos Luis? —le pregunto un poco asustado.

—Sí. ¿Federico?

¡Era este! No le dije nada del otro tipo. Le pido los discos, me los da, le pago y le estoy diciendo ‘Chau’ cuando veo venir al loco, que no era Luis, lo veo venir corriendo para donde estábamos.

—Yo puedo ser Luis… Vení, dale, que te invito a comer —me dice cuando llega al lado mío.

El verdadero Luis andá a saber lo que pensó, porque lo mira y me mira, con cara rara.

—Yo soy Luis.

—No, yo soy Luis.

—¿Qué decís? Yo soy Luis.

—Bueno, entonces vamos a comer los tres.

Yo no dije nada. ¿Qué iba a decir? Era cualquier cosa la situación.

—Yo soy el que ustedes quieran —seguía el loquito—. Dale, les compro lo que quieran, una pizza, unas pastas. —Y nos agarró de un brazo a cada uno.

—¿Qué hacés? —le gritó Luis, el verdadero—. Chau —me dice a mí. Y se fue rápido sin mirar para atrás.

Yo también me solté y el tipo me miró ya quebrado.

—Yo soy el que vos quieras —lloraba el tipo—. Soy el que quieras, pero vení a charlar conmigo.

Me fui, me dio una cosa tremenda, como lástima, pero ¿qué podía hacer? El tipo estaba completamente limado. Fue todo rarísimo”.

Fede terminó su historia sacudiendo la cabeza. “Me estoy meando”, dijo, y entró al baño del bar.

Mientras lo esperaba fumando un cigarro, vi que su bolso estaba abierto. Por curiosidad lo levanté del piso, y dentro encontré un libro muy extraño y una carpeta llena de discos truchos de pornografía.

Llamé al mozo, le pagué y me fui, con un poco de miedo.