Calles que se derraman en la tierra, depósito del cielo para aquellos aturdidos en este infierno que no para de arder por el amor. Y todas las flores del desierto y sus sombras.

 

Imagen: Salvador Márquez

 

Hay un hombre que jura ser atravesado por millones de ondas electromagnéticas. Percibe cualquier tipo de frecuencia, escucha conversaciones de celulares y radios; todo lo que anda en el aire, que para algunos es imperceptible, para él son cuchillas sin perdón. Duerme debajo de un banco en la plaza Ayolas, es el único lugar donde puede escuchar sus propias ideas sin que nadie se le meta en la línea. Ahí las otras voces no llegan.

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“Me decían el Tano y yo me calentaba porque mi apellido es González, es español”. Una leyenda viva de las peleas callejeras, tiene manos inmensas, rugosas, y se galardona de una trompada que puso treinta años atrás.

“Nosotros peleábamos por el sueño del respeto, teníamos un corazón detrás de eso. Ahora están las patotas, no tenemos nada que ver con esa deformación. Cualquiera es guapo de a treinta”.

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Oroño y Jujuy. Una niña le pregunta a su madre qué animal es el que está en el cordón. “Eso es una rata, eso es Mickey Mouse”. Luego se alejan mientras se ríen sin parar.

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En la infancia conocí a Jorge, vivía en la plaza Sarmiento y era un estudiante dedicado de las palomas. “Les tengo un cariño… son compañeras”. Con una mirada picaresca y cejas anchas repetía que a la plaza deberían cambiarle el nombre y ponerle el suyo; sentía una falta total de reconocimiento porque su lugar llevara el nombre de un forastero. “¿Cuántas veces vino Sarmiento acá? Yo llevo veinte años sentado sobre calle Corrientes, conozco este lugar y a todos los que pasan”.

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“¿Usted sabe, señor, la cantidad de fuerza que ejercen los átomos? ¿Usted sabe cuántos se necesitan para mantener una ciudad en pie?”.

La mujer de cabellos largos y ondulados de Avellaneda y Pellegrini cree saber el día clave de la invasión extraterrestre y también asegura que todos los humanos nacemos en cautiverio.

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“No hay cosa peor que un pendejo venga a enseñarte a vivir, llevo ochenta años en el intento de camino. Viene el que sea y te dice que tenés que hacer tal y cual cosa, relajarte, budismo, comer sano; y vos te criaste tomando medio litro de mate cocido por día y comiendo pan con manteca”.

“El mortal sufre por perder la vida y los inmortales, por no poder quitársela; así me siento yo, la familia te quiere mantener inmortal, no quieren que seas libre, que lo dejes todo y huyas y ni pensar que te quites la vida. Es un modo más de decirte qué hacer”.

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Eran dos adolescentes que deambulaban por los parques, andaban con revistas de esas que leen los jóvenes con algunos tests de cómo aprender a querer o cuándo uno se da cuenta de que es la persona correcta la que tiene al lado. Fumaban puchos detrás de los árboles y se las notaba desorientadas entre tanto ruido.

Una sola vez las oí hablar. La que parecía un poco mayor le contaba a las más bajita algo sobre un chico:

 —Él es una persona frágil, se le nota en los ojos, en como camina, aparte es de libra.

—¿Y qué es una persona frágil?

—Es alguien a quien le pueden romper el corazón más fácil que a otro. Él es frágil, pero a la vez es un loco de la guerra.

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Pasaba después de las cinco de la tarde y puteaba a los maniquíes de calle Mendoza y Alsina. Se les reía pero había uno que lo atraía sobre los demás, y le hablaba de otras cosas con cierta ternura. Lo escuché decirle: “Las estatuas lloran por cambiar de pose, mi amor”.

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“Nosotros fuimos de los primeros moteros, como les dice Vito, uno de los viejos del taller mecánico de Santa Fe y Pascual Rosas. Cuando íbamos rápido era lo más parecido a lo que entendíamos por libertad. Doblábamos fuerte y cambiaba el aire, el olor, todo tiene olor a ciudad”.

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Las galerías perdidas del centro, tan escondidas que rara vez encontrás lo que buscás.

En el subsuelo de la galería San Martín se encuentra un negocio de filatelia que atiende Raúl, un obsesionado estudioso del submarino Graf Spee. Explica que los ovnis son tecnología alemana con libros de su autoría, repletos de datos duros que lo abalan.

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Rosario y las ruinas de sus antros. Los restos del bar Crepúsculo en Santa Fe al 5000. Pedías la pizza y no te daban el cuchillo si no lo necesitabas. Se pudría todo, siempre terminaba en quilombo la noche, intentaban que no queden esas cosas dando vueltas. Ahora en el lugar hay una peña de imitadores de Sandro y todo transcurre en paz.

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Conversación en la plaza Buratovich. “Hay que ganarse el apodo. Yo vengo de generaciones, mi abuelo era el Loco y mi viejo era el Loco. Hay que estar a la altura de esos hombres, me lo tuve que ganar. Recién ahora soy el Loco Mario”.

Sus ojos se llenaban de orgullo.

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Cafferata y Urquiza a eso de las siete de la tarde. Tomando esa birra que te despabila cuando ya la bebida y tu estado de ánimo son íntimos amigos, dice el Manteca:

—Anduve más o menos, me pesqué una peste fulera, pasé un tiempo guardado en el Carrasco. Anduve muerto, pero como buen fantasma acá estoy. Y les digo algo a todos: a los ángeles los voy a ver bajar.

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Mientras las ciudades existan el volcán de la vida seguirá despierto.