Imágenes: Delfina Freggiaro

 

Te esperaba hacía un par de minutos y como no venías me metí en el kiosco a comprar cigarrillos. Cuando salí vi a una chica de vestido rojo. Flaca y de pelo negro. Como vos, pero vos no eras. Porque me hizo sacudir ese vestido en ese cuerpo lejano, y a vos ya te conocía con mil vestidos —simples y bonitos, por cierto— y éramos casi amigos y casi desconocidos y tu imagen lejos estaba de darme electricidad.

Andaba por la calle todos los días, todo el día, atento como siempre pero un poco apagado. Las charlas con desconocidos y las charlas ajenas en las que lograba meter la oreja,esas palabras que le daban a la ciudad una hondura de sentido —lo que en años de vagancia y profunda admiración ciudadana había construido—, se me evaporaban porque me estaba empezando a aburrir de mí mismo. No solo tenía una fórmula segura para escribir, efectiva pero ya dada —pensaba mientras miraba a la mujer de vestido rojo—, sino que tenía hasta una forma para mirar la ciudad. Las calles me habían llamado y había logrado acceder a su misterio y su gracia; había visto y escuchado y con eso armé mil historias que fueron escritas y me trajeron dicha.¿Cómo iba a escribir ahora algo que sea Cierto si ya nada de lo que pasaba a mi alrededor me convocaba realmente?

Encendí el cigarrillo y aspiré. Me impactó la chica de vestido rojo que estaba de espalda y me alegré de que no fueras vos. Porque era parecida a vos y si hubieras sido vos, la verdad, era un problema. La imagen me hizo doler alegremente. Me sentí convocado y en apuros —la alegría siempre me hace sentir en apuros—, bajé la cabeza y me senté en el cordón de la vereda. No había ningún lugar específico donde ir, es decir que se podía ir a cualquier lugar. Estaba en la esquina de Rondeau y Washington y vinieron a mí las mil vueltas que había dado por la Zona Norte, en ese mismo barrio y en esa misma calle.

En la Zona Norte siempre había cielo y había silencio, como para que uno pudiera sentirse lejos y mirar por dentro. En la Zona Norte habían pateado y bailado sus aventuras mis ídolos de la infancia y juventud. Pistoleros, drogones y trabajadores metalúrgicos tiernos y generosos. Toda la historia de mi padre y su familia tenía ahí su raíz.

¿Por qué no cerraba la revista que ya tenía casi una década de aventuras y me iba a vivir a la Zona Norte? ¿Por qué no conseguía un trabajo por la Zona Norte? ¿Por qué no abandonaba el centro y su locura?

Vos no venías y, aunque soy un ansioso y un inquieto, me empecé a relajar. Recordé un edificio en el que todos querían vivir apenas se inauguró —1970, uno de los primeros de la avenida Alberdi— y que después de una inundación, a fines de los ochenta, se llenó de ratas por varias semanas. Las familias de Zona Nortelo señalaron por eso y desde entonces nunca volvió a tener su gracia original.

“¿Qué mierda tiene que ver eso con la tarde de hoy y qué hago solo acá?”, pensé de golpe, con mal humor y avergonzado de mí mismo, porque me avergonzaba mi repentina bronca. Y ahí fue cuando la chica de vestido rojo me saludó. Crucé la calle y la saludé. Me conocía —dijo— porque iba a las presentaciones de la revista. Le confesé que no la recordaba.

Me contó que una vez habíamos hablado y que era normal que no la registrase porque yo estaba muy borracho. Le conté de una nota que estaba escribiendo un muchacho de nuestro staff, trataba sobre dos perros callejeros al que todo un barrio mimaba y daba de comer; los perros eranperros caraduras, olfateaban asados en los talleres y esperaban a que les tirasen algo, después merodeaban las puertas de los vecinos más generosos y siempre ligaban una buena porción de morfi. Por la tarde se tiraban al sol y a la noche tenían su cuchita en la puerta de una panadería. Se iba a llamar “¿Dónde viste un perro que trabaje?”.

Me preguntó qué estaba escribiendo y estuve a punto de decirle la verdad: que estoy harto, que no quiero escribir nada, que la publicación funciona de forma automática. Terminé diciéndole que iba a contar la historia de un legendario escritor de Buenos Aires que pasó unos meses por Rosario y que nosotros, apenas inauguramos la revista, pateamos con él.

Dejé pasarla oportunidad de decir algo cierto y eso se debe haber notado en mis gestos. “Esa cara que ponés está bien para tu personaje de director de una revista callejera, va con el perfil, pero yo que vos cambiaría esa cara”, me dijo y se rió. Le ofrecí un cigarrillo para salir del apuro y miré para abajo.

Ella volvió a reírse. Le pregunté si escribía y me dijo que sí, pero que no lo mostraba. Todos los días veía o sentía cosas que le llamaban la atención que luego volcaba en cuadernos que nunca releía; tenía la intención de alguna vez clasificar las historias según “su sentido existencial”. Empecé a interesarme realmente por ella. Al toque vino su colectivo y se fue. No recuerdo cómo se llamaba y, lo peor, ni siquiera pude mirarla fijo a la cara.

Seguí esperándote mientras veía pasar los colectivos casi vacíos. ¿Por qué tardabas tanto en venir, vos que siempre eras tan puntual? Volví a delirar con la Zona Norte. Su mística, la que a mí me interesaba, la había volcado en mi escritura. Pensé en el viejo Fito, que una tarde de mi niñez me dijo, con lágrimas en los ojos, que había hipotecado su casa para levantar una tribuna en la cancha de Argentino, ahí en barrio Sorrento—en una charla que torció para siempre el rumbo de mi vida. Pensé en el Mauri, que en ese mismo club fue el capo de una barra brava integrada por metaleros, a principios del noventa —así de surrealista y realista era su historia—. Pensé en los pibes que iban y venían en moto a todo lo que da, en lo mejor del kirchnerismo, cuando hubo un boom de venta de motos y todos en los barrios tenían la suya. Pensé en mi amigo el Rodra, que era uno de esos pibes que andaba en moto da acá para allá, como un pájaro de acero obligadoa volar bajito. Cuántas veces habíamos ido con él a las villas a comprar merca mala, cuántas tardes y noches…Yo lo acompañaba por el hecho de ir, de ver la ciudad y ver el mundo.

Era un personaje al que quería y que en su última época anduvo mal. Vivía por la avenida Alberdi y en mi poema dedicado a los héroes de la avenida él era la figura, cosa que descubrí cuando el poema estaba terminado. La parte final decía:

“Señora, no se preocupe.

La soga con que se ahorcó su hijo cuelga del cielo”.

Su madre ya había fallecido y él no se había ahorcado. Andaba sin rumbo y sin ganas de seguir y pensé que ese era un posible final para él —posteriormente el Rodra apareció muerto en un hotel con la cabeza rota, sobre un charco de sangre, y las pericias dijeron que se cayó y murió al golpearse contra el marco de una puerta; y resultó un final duro, inesperado, porque incluso si él decidía irse el asunto era otro, pero así no era entendible.

Desde su muerte algo de la mística de la Zona Norte se fracturó. Desde su muerte las tardes con él y con los pibes del club en el kiosco de la esquina se volvieron un tesoro en mi corazón: estábamos todos, estábamos vivos,teníamos tiempo para perder y por eso podíamos quedarnos horas y horas hablando de nada, viendo caer la tarde y viendo caer la noche. Habíamos descendido de categoría y perdíamos todos los partidos, años estuvimos perdiendo casi todos los partidos, y toda esa frustración se transformaba en ironía y en alegría y vivíamos momentos milagrosos que no percibíamos como tales pero ahora sí. Era la Gracia y la Dicha de estar vivos.

Quise fumar otro cigarrillo,me quedé sin fuego y volví al kiosco a comprar un encendedor. La Gloriosa Zona Norte era el mejor territorio Imaginario y Real que había conocido para andar y en el que había vivido años atrás con entusiasmo absoluto. Mi casa de la niñez a la que luego volví en soledad por unos años. Mi club. Mis héroes.Un paraíso del que fui desterrado y que funcionaba como la tierra prometida más allá de las bajas y las pérdidas.

¿Cómo llegar?¿Cómo entrar? ¿Qué hacer?

Me quedé fumando, sentado en la puerta del kiosco, y de golpe te vi y me estabas saludando. Llevabas tu pelo negro suelto y un vestido rojo que te hacía hermosa, desde lejos te hacía hermosa y, la verdad, era un problema sentir algo así. No quería sentir nada por vos, tu imagen casi ideal me agarraba de sorpresa y qué carajo tenía que andar fijándome en una chica que tenía un romance con un amigo… Hice de cuenta que no sentí nada, hice lo que pude, que fue pararme y prepararme interiormente para saludarte.

Crucé el viejo boulevard Rondeau y empecé a dudar si la historia del edificio lleno de ratas era cierta o si la había inventado de chico para llamar la atención y, de tanto contarla, me la terminé creyendo.

“Eras vos el que estaba fumando en la puerta del kiosco.No te reconocía; hace quince minutos que estoy parada acá. Parecías un loco hablando solo”, me dijiste y te reíste, y me preguntaste cómo estaba y en qué andaba la revista. Yo te mentí y te dije que andaba bien, y te conté la historia de un escritor legendario de Buenos Aires que pasó unos meses en Rosario. Vos me hablaste de tus cosas así que me quedé callado y escuché, y la película que proyecta mi cabeza se detuvo por un rato.Caminamos hasta un bar y pedimos una cerveza. Vos seguiste hablando y yo intenté aceptar lo que ya sabía: lejos y perdidas estaban aún las puertas de la Gloriosa Zona Norte.