Apenas un 6 % de las personas que viven del trabajo sexual son varones. Eros no se considera uno de ellos, aunque de lunes a viernes practica masajes eróticos con las mujeres que lo contratan. ¿Cómo es su rutina laboral? ¿Qué buscan quienes acuden a él? ¿Qué sucede en una sesión de masaje tántricos? Una visita al lado oculto de la cotidianidad deseante.

 

Imágenes: Malena Guerrero

 

Las gotas de aceite son la primera sensación. El living está apenas iluminado por dos lámparas. En un extremo, una de sal. En el otro, una roja y antigua. Cerca de la biblioteca hay un colchón tapado con una frazada. Es el escenario improvisado para recibir por primera vez un masaje erótico o tántrico. Hace frío afuera y adentro también, por más que la estufa esté prendida. Ella está desnuda boca abajo. Las gotas de aceite frías caen por la espalda, la cintura y el culo. Eros se pasea desnudo alrededor del colchón tirando el líquido. Se agacha, se arrodilla y empieza a tocarla.

Unos minutos antes, Eros avisó con un WhatsApp que estaba afuera. Habían quedado el día anterior en que el turno empezaba a las seis y media de la tarde. A mitad del otoño a esa hora ya es de noche. Entró, no quiso tomar nada y dijo que el masaje se hacía en el lugar que la clienta considerara más cómodo. “No recomiendo el piso en esta época por el frío”, agregó. Ella explicó que había puesto un colchón en el living porque era la habitación más cálida de la casa. Apagó las luces altas y los dos empezaron a sacarse la ropa como capas de cebolla. Ella terminó más rápido y se acostó boca abajo.

Las manos de Eros están tibias y empiezan por la espalda. Aflojan las tensiones de ese y todos los días laborales de uno de los peores años para vivir en la Argentina. Afuera se definen fórmulas presidenciales, la policía bonaerense mata a cuatro chicos en San Miguel del Monte y encuentran siete pingüinos muertos en una playa de Villa Gesell. Adentro, el cuerpo intenta pasar un rato de relajación y placer. Tiene en la cabeza la imposición de pasarla bien, pero también piensa que debe registrar todo lo que suceda. Está contenta y divertida.

Eros sigue por los brazos y vuelve a la espalda y a la cintura. Masajea las lumbares, cansadas de las sillas de escritorio. Toca el costado de las tetas, dibujando la forma. Se mueve para pasar a otra parte del cuerpo. Ella lo mira de refilón, cuando apenas abre los ojos. Todavía no lo había visto desnudo. Tiene un cuerpo atlético pero no exageradamente marcado. Parece lampiño. Ve por primera vez el pito. Es enorme y está parado, casi venerando al techo.

Eros va hacia los pies. Masajea desde las pantorrillas hasta los muslos. Roza apenas la entrepierna. Se para, busca más aceite y vuelve a tirar de a gotas. Esta vez, el líquido desciende por el culo.

Se agacha y empieza a tocarla de a poco. Con suavidad y sin ningún movimiento brusco. A veces una mano, a veces las dos. Siempre usa más de un dedo. Dedica igual atención al clítoris que a la vagina. Tiene técnica. Sabe exactamente dónde tocar y cómo. Activa el placer como si fuese un interruptor de luz.

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Eros tiene veintinueve años y descubrió los masajes tántricos a los dieciocho. Estaba de novio con una estudiante de kinesiología y le dio curiosidad. Ella lo incentivó a estudiar y él se fue a Buenos Aires a hacer el curso. Descubrió que quería dedicarse a eso y vio un mercado posible. “Allá un masaje se cobra 5000 pesos sin problema. Acá 2000 es caro”, explica mientras toma un cortado en jarrita en una galería del centro de Rosario.

Después de tomar el curso volvió, pero no se animó a ejercer por miedo a cruzarse con personas conocidas. Había trabajado en la noche y en el ambiente bolichero sabían quién era. Fue entonces cuando decidió regresar a Capital Federal. Estuvo tres años y no paró de trabajar.

De regreso a Rosario empezó a hacer masajes de a poco. Primero una clienta, después otra; así hasta hacer seis o siete servicios por semana. Hoy no llega al mismo número por mes. “Bajó muchísimo. La clienta fija que tomaba cuatro por mes ahora hace la mitad”. Él también tuvo que bajar sus aranceles. Con la crisis, el masaje que dos años atrás cobraba entre 1000 y 1200 pesos ahora sale entre 700 y 800. Empezó a hacer promos, dos por uno y sorteos.

Los masajes tántricos no son lo único a lo que se dedica, pero sí lo que más le gusta hacer. “No solo por mí, sino por lo que le das a la otra persona”. De lunes a viernes Eros tiene otro nombre y es carnicero. Trabaja en un local, pero no atiende al público. Corta carne y prepara pedidos para comercios de Rosario, en su mayoría boliches. Ni su familia, ni sus amigos ni amigas, ni sus compañeros de trabajo, ni su pareja saben que existe Eros. El dios griego es solo una fantasía en turnos de hora y media.

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Eros se para a buscar más aceite y le pregunta cómo la está pasando. Ella le dice que bien y se ríe. Sigue teniendo un poco de frío, aunque es más escalofrío que otra cosa. Lo mira de nuevo de costado. Está impresionada. No puede creer el tamaño y la erección inmutable. En la entrevista le había preguntado si alguna vez no se le había parado durante una sesión. “Nunca. Y mirá que hubo situaciones difíciles”, había contestado sin demostrar demasiado orgullo. Ella le había retrucado si tomaba viagra y él había respondido que no. “Me preparo espiritualmente, con respiración y relajación. Está todo en la cabeza”.

Eros vuelve a la carga. Esta vez a los masajes de las manos se suma el cuerpo entero. Va y viene rozando el cuerpo con su cuerpo. Respira cerca de su cuello. Le toca las orejas. La roza con el pito gigante muy delicadamente. A veces lo siente en la pierna. A veces en el hombro. A veces solo lo ve pasar, venerando el techo. Empieza a tocarla de nuevo. Otra vez con todo el conocimiento de causa. Ella empieza a quebrar la cintura y a despegar el pubis del colchón. Levanta el torso apenas, apoyándose en los codos. Gime.

Las clientas de Eros tienen un patrón común. Son mujeres de entre treinta y cuarenta y cinco años casadas o que conviven hace muchos años y no se sienten deseadas. Sus masajes están orientados a personas que están en pareja, tanto heterosexuales como lesbianas. Si bien una sola es la que lo recibe, el objetivo del servicio es mejorar la vida sexual dentro del matrimonio o el noviazgo. Una de las claves para hacerlo es el secreto. Las clientas viven el masaje como una infidelidad. El ratoneo y la clandestinidad se ponen al servicio de salvar relaciones.

Si bien la mayoría de las clientas superan los treinta, ha tenido otras más jóvenes, de entre veinte y veinticinco años. Al principio él no entendía por qué lo contrataban. Creía que no lo necesitaban. Una de ellas se ocupó de aclararle: “Me dijo que le encantaba el masaje y que conmigo no tenían ningún compromiso, que podía hacer lo que quisiera y después me cruzaba por la calle y no me conocía”.

Los masajes tántricos trabajan sobre las sensaciones: “Es una persona diferente intentando llevarte a un mundo que no conocés. Es muy importante conectarse con el aquí y ahora. Conectar con donde están las manos en un determinado momento, no adonde van a llegar”.

El “adonde van a llegar” puede ser un estado de relajación total, una calentura para llevar de regreso a casa o sexo con penetración. La mayoría de las clientas de Eros llegan al último punto, sobre todo las que ya son fijas. Él aclara que la tarifa no es por tipo de servicio. Es por tiempo. El masaje lleva entre una hora veinte y una hora cuarenta y cinco minutos, con o sin sexo. “El tiempo depende de la contextura física de la persona, cómo está ese día, a qué se dedica, qué ejercicios hace, qué exposición muscular tiene”, explica. Antes de dar un turno hace esas preguntas por WhatsApp. Algunas clientas le piden fotos de él desnudo. Él tiene varias escondidas en el celular. Sabe que el ratoneo es parte del juego.

Eros tiene una premisa que marca como su ideología: “Se piensa que el engaño es estar con una persona desde lo sexual, pero no lo es. Engaño es cuando te involucrás sentimentalmente. El sexo es una necesidad. Aunque muchos me digan que no, para mí lo es. La mujer cuando está con un hombre durante mucho tiempo empieza a perder algo, las ganas, el fuego. Un poco de lo que trata el masaje es de lograr que la persona pruebe algo diferente, traerla de vuelta”.

La monogamia para él es afectiva, no sexual. Por eso no cree en el poliamor. Está en pareja hace tres años y convive hace uno. Ella no sabe nada de su trabajo afuera de la carnicería. No conoce a Eros ni se imagina que todas las noches duerme con un mortal que de día se transforma en un dios griego para cumplir las fantasías de mujeres casadas. Él las deja calientes como una pava y ellas vuelven a sus casas dispuestas a cambiar la vida sexual del matrimonio del que se aburrieron. “Mi novia nunca lo entendería”, sentencia.

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Ella está nerviosa. Es la primera vez que va a pasar por una experiencia así y no sabe bien de qué se trata. Él le explicó todo cuando se reunieron hace dos semanas. Que era importante la relajación y la respiración. Que el masaje tántrico era el único que llega a todas las partes del cuerpo. Que los dos iban a estar desnudos y que ella podía tocar todo lo que quisiera. También dijo que la piel es un órgano y que cuando te da escalofríos es un orgasmo. Lo más importante: el masaje puede terminar en el masaje o puede terminar en coger. Dependerá primero de lo que la clienta quiera, pasar al acto sexual lo define él: Eros tiene el sí y el no.

Está nerviosa también por otra cosa. Tiene que escribir sobre lo que suceda en ese masaje. Tiene que escribir sobre mujeres que consumen trabajo sexual y terminó convirtiéndose en una clienta. Eros le hizo la propuesta apenas hablaron. “Te puedo contar todo, pero no lo vas a entender hasta que no lo experimentes”. Ella dudó. Primero lo entrevistó y salió decidida a hacerlo. Después volvió a dudar. ¿Era seguro que un desconocido entrara a su casa? ¿Qué vale por desconocido? ¿Tomar un café lo hace conocido? ¿Tomar unos tragos y bailar lo hace confiable? ¿Que esté dentro de los siete grados de separación es una garantía? ¿Tenía que avisarle a alguien? ¿Era más seguro si venía una amiga a la casa durante el masaje? ¿Se iba a sentir cómoda con otra persona cerca?

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Eros no publica en internet para conseguir clientas. Cree que en las páginas de anuncios todas las publicaciones son de trabajadores sexuales, más allá de que se anuncien masajistas. Para él hay una diferencia. “Yo hago masajes tántricos que pueden o no terminar con sexo. Es algo que se va dando. Lo pide la clienta y lo defino yo. No es lo que se conoce como masaje con final feliz. Ha habido clientas que la primera vez fueron directo al sexo y decidí no atenderlas cuando llamaron de nuevo. No es que soy selectivo. Si me llamás y me pedís solo trabajo sexual digo que no porque no es lo que hago”, explica.

Tampoco publica por otro motivo. Para él los avisos en páginas sirven para ser contratado por gays. Él se define como heterosexual y solo trabaja con clientas mujeres. En sus comienzos intentó trabajar con varones. “Una de las cosas que te da el curso de tantra es la apertura mental de trabajar con cualquier sexo, pero vos ponés el límite”. En ese límite es donde tuvo malas experiencias. Probó con cuatro o cinco clientes y decidió que no lo iba a hacer más: “Los hombres no entienden lo que es un no. Les decís que no y piensan que es sí”.

Su estrategia es la recomendación boca a boca. Que se corra la voz. Que se genere el mito del dios griego. Que las mujeres hablen entre sí y se pasen el dato: un número de WhatsApp sin apellido. En esa cadena han llegado a él casi familias enteras. Una vez una mujer casada le pasó el contacto a la hija, quien después hizo lo mismo con la prima. “Para mí es medio raro porque esto es como el psicólogo. ¿Vos le vas a contar a tu mamá lo que hiciste acá?”, se pregunta. También le pasó de llegar a una casa y darse cuenta de que conocía a la clienta. Lejos de la vergüenza, las reglas son claras: Eros es otra persona dentro de las cuatro paredes del turno de hora y media, afuera el secreto está a salvo para los dos.

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En Ammar, el sindicato que representa a trabajadores y trabajadoras sexuales, los varones son apenas el 6 por ciento de un padrón que llega a 6500 afiliaciones en toda la Argentina. La mayoría de los que se acercan al gremio tienen clientes hombres. “Hay muchos compañeros que se identifican dentro de la categoría hombre, pero hay otros que lo hacen como no binaries, varones trans, maricas, disidentes. Eso da otra apertura del trabajo sexual masculino”, explica Georgina Orellano, secretaria general de Ammar a nivel nacional y referente feminista.

El porcentaje bajo de hombres responde a varios factores. Uno de los más importantes es que el trabajo sexual de los varones es más invisible y no tan combativo como el de las mujeres, travestis y trans. Ellas están acostumbradas a ejercer en la calle. Según Orellano, las legislaciones que criminalizan el uso del espacio público y otros lugares hablan claramente de una oferta con cara de mujer. Las contravenciones en los códigos de falta que aún están vigentes en 18 provincias sirven para llevar detenidas a las putas, siempre en femenino, por figuras como la ostentación o el merodeo. “Los hombres no se acercan a la organización porque no padecen el nivel de hostigamiento, persecución policial y pago de coimas que padecemos las mujeres, las travestis y las trans”, agrega Orellano.

Otra de las diferencias es que los hombres trabajan en solitario, mientras que las mujeres y trans aprendieron a ejercer de manera colectiva. Se cuidan entre ellas en la calle y muchas optan por juntarse para alquilar un lugar y repartir los gastos.

También hay diferencias en la clase social. Según Orellano, los pocos varones que se acercaron al gremio plantearon que el trabajo sexual era un medio para proyectarse hacia otro empleo. Una posibilidad de terminar carreras como abogacía, arquitectura o ingeniería.

Si hay algo que aparece como determinante a la hora de pensar la prostitución masculina es que las mujeres no consideran que pueden pagar por servicios sexuales. “No tenemos planeado nuestro disfrute sexual. Nuestro derecho al goce y al placer responde a un mandato patriarcal que nos enseñó que la sexualidad era una forma de procreación. Aprendimos a servir y obedecer frente a al deseo de otro y nunca de nuestro propio disfrute. Las mujeres no quieren pagar por un servicio porque su sexualidad está asociada a la idea del amor romántico”, explica Orellano.

Se agrega el factor económico. Las mujeres en Argentina ganan en promedio un 27 por ciento menos que los varones. “Los hombres tienen en su poder un dinero que les genera mayor independencia económica para proyectar sus gastos. En las mujeres recaen las responsabilidades del hogar y de la crianza de los hijos. Tenemos como prioridad atender otras necesidades y siempre dejamos las nuestras para lo último”, dice Orellano y agrega que hay un mito a derribar: “Se piensa que los trabajadores sexuales hombres cobran mucho más que las mujeres y en realidad notamos que cobran igual o menos que nosotras”.

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Eros vuelve a preguntar cómo está. Ella de nuevo contesta que bien y de nuevo se ríe. Ya no siente frío y además de divertida está re caliente. Eros le dice que se dé vuelta, que ahora va a seguir de frente. Le pide que cierre los ojos. Tira aceite otra vez. Lo imagina caminando alrededor con el pito que venera el techo desparramando aceite como si fuese guasca. El líquido cae en las piernas, la panza, el pecho.

Empieza desde abajo. Masajea desde los muslos hasta la cintura y va a las tetas. Primero alrededor de ellas, luego en los pezones que se endurecen cada vez más. Se para y le anuncia que va a ir hacia la cabeza, que mantenga los ojos cerrados. Ella respira hondo y él empieza a tocarle el cuello, los cachetes, la frente. Le revuelve el pelo para sentir la forma de cráneo. Desliza las manos por el cuello y va hacia el pecho. Vuelve a masajear las tetas, va y viene hacia la cintura. El pito le roza el costado de la cabeza y se pone encima de ella. Lo ve, ahora sí, bien de cerca. Las manos de Eros siguen yendo y viniendo por la cintura, las tetas, hasta llegar al pubis. La toca de nuevo y cambia de posición.

Ella abre las piernas y él empieza a masturbarla con una mano, después con las dos. Le tantea la mirada y las expresiones. Ella tiene los ojos cerrados y de a momentos los abre para verlo en acción.Él sigue y ella acaba. Empieza a subir hasta que quedan frente a frente. Él le roza la comisura de la boca con su boca. Ella tiene ganas de besarlo. Eros le recuerda que puede hacer con él lo que quiera. Se besan.

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Para Eros las mujeres no consumen tanto trabajo sexual como los varones porque hay un tabú con la idea de pagar por sexo o por placer. “Los hombres que publican casi no tienen contrataciones de mujeres por eso. La mujer ve la publicación y piensa que estuvo con diez mil minas, en las enfermedades de transmisión sexual y en el qué dirán. Por eso para mí lo mejor es el boca a boca. Da más seguridad”. Con el lugar donde hacer el masaje pasa algo parecido. No le gustaría tener un espacio propio. Prefiere ir a la casa de las clientas o a hoteles. “En tu casa estás más cómoda, no tenés miedo de que haya cámaras escondidas o que pueda pasar algo”.

Eros no se considera trabajador sexual. Se dice trabajador. Se dice masajista. Incluso piensa en definirse como terapeuta sexual, aunque le suena un poco grande. Desinhibidor, agrega un poco más convencido. “Me gustaría que sea un trabajo reconocido. Tanto el de los trabajadores sexuales como el de los masajistas tántricos. Es una lucha muy larga. No estoy muy al tanto pero sé que las mujeres están peleando y que han conseguido algunas cosas”.

—¿Te afiliarías a un gremio? —pregunta ella sobre el final de la entrevista.

—Sí. Por ahí me sirve para tener más trabajo.

 

 

Las chicas hablan fuerte y se ríen a carcajadas. Cortan verduras mientras destapan el segundo vino. Hay cigarrillos y porros prendidos y el nombre de Eros resuena en las paredes y sale por el patio para ser escuchado por todo el vecindario. Debaten sobre si lo contratarían o no. Discuten sobre si recibir un masaje erótico entra en el plano de la infidelidad. Si coger con un trabajador sexual es engaño. “Todo depende de los acuerdos de cada pareja”, dice una. “Pero, ¿quién acuerda que no se coge con nadie, pero sí que se puede contratar un masaje erótico? ¿Y si termino cogiendo?”, agrega otra.

Hablan del pito de Eros y de las distintas experiencias que tuvo cada una. Usan elementos de la cocina para visualizar el tamaño. Una de ellas sugiere que toda la crónica podría ser con alusiones a la comida y que el pito sea el peceto. “Que esté parado todo el tiempo no lo creo”, dice una. “Algo tiene que tomar. ¿No lo viste tomar algo?”, agrega otra.

Todas fantasean con llamarlo, pero ninguna se termina de imaginar contratando trabajo sexual. No tienen prejuicios. No son abolicionistas y tampoco poliamorosas. Sienten que quedaron en la generación del medio. Están en los primeros años de los treinta. Mucha deconstrucción. Mucha teoría y muchas ganas de llevarla a la práctica sin saber bien cómo. Formas viejas de vincularse con cabezas revolucionadas.

Ella les cuenta la experiencia en detalle. Logra poner en palabras algunas sensaciones. La pasó muy bien. Resultó divertido y distinto a cualquier experiencia con otro chico. Al mismo tiempo le costó dejar de pensar que tenía que escribir sobre lo que estaba viviendo y se dio cuenta de que ella también estaba trabajando. Esta vez lo hizo con todo el cuerpo. Periodismo gonzo, le dicen, y ella piensa en cómo se pone el cuerpo todos los días en el trabajo, en todos los trabajos. No puede dejar de recordar todas las conversaciones sobre las contracturas con las que carga por discusiones con jefes, estrés, jornadas de doce horas, no llegar a fin de mes, elecciones, vivir por primera vez una crisis económica y política como laburantes.

Sale el tercer vino y hablan de las cosas que las calientan. Ella les cuenta que recién después del masaje se pudo ver como clienta. Le resultó rara la situación de no saber si era deseada por él, si ella le gustaba o solo estaba trabajando. Hablan de lo distinto que es que alguien esté al servicio de una y que una no tenga que estar necesariamente al servicio del otro. Aparece una idea: están acostumbradas a erotizarse al sentirse deseadas. Con Eros su deseo era protagonista, pero se perdía del erotismo que produce la satisfacción del otro.

Vuelve atrás y busca un momento en la memoria. Eros y ella están envueltos en el acolchado. El living sigue casi en penumbras. Todavía están desnudos y hablan. Ella le hace preguntas sobre cosas que se le ocurrieron después del masaje. Él quiere saber si lo recomendaría. Se levantan para cambiarse y él le pide una toalla para sacarse el aceite. Ella le dice que si quiere se puede duchar. “Si me ducho te llevo conmigo”, responde. Cuenta la escena y todas coinciden: en ese momento sintió realmente que era un objeto de deseo.

Cada vez que alguna dice la palabra Eros el efecto es automático. El nombre causa gracia y ratoneo al mismo tiempo. Eros, o como sea que se llame el carnicero de veintinueve años que cumple fantasías de mujeres casadas, lo eligió por eso. “En todos lados vas a encontrar Facundo, Javier, Esteban. Nombres comunes. Pero si alguien te pasa el contacto de un pibe que hace masajes eróticos y se llama Eros, no te vas a olvidar”, había explicado en la entrevista. Crear el mito. O, mejor dicho, crear la picardía.

Ella se da cuenta de que la estrategia funciona. Claro que Eros no necesita publicar. Si hay algo que hacen las mujeres es hablar de estos temas, recomendarse cosas, hacer correr la voz, que el boca a boca funcione. Desbloquea el celular, entra al grupo de WhatsApp y manda el teléfono.